Fotulis y fotelis

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viernes, 18 de marzo de 2011

Amor inalterable

El 19 de Marzo, mi abuelo cumpliría 82 años.
Cumpliría, bien digo, porque desde 1999 no lo tengo. Se fue, una puta enfermedad (La cual ya dije que me niego a nombrar) me lo robó. Me lo arrebataron sin prepararme para vivir sin él. A mis 18 años de ese entonces, no era consciente de cuanto podía perdurar en el tiempo el recuerdo de alguien, el dolor de no verlo más, la necesidad de abrazarlo, tocarlo, escuchar su voz.
Se llamaba Emanuel y era el hombre más puro que existió sobre la faz de la tierra. Fue mi abuelo, fue mi padre, fue mi amigo, es mi ángel. Era el que me daba caramelos a escondidas, el que el 1 de Enero empezaba a planificar mi cumpleaños (27/2), el que me llevaba y traía de todos lados, el que era capaz de mover cielo y tierra ante cualquier capricho mio. El que me hacia sentir especial por ser la ultima mujer de la familia. El que se comía mis primeros experimentos con la cocina y los festejaba, el que hacía que cada visita al supermercado sea más divertido que ir al Ital Park.
Me dio la infancia más hermosa que puede pedir una nena, y me dio también el primer dolor inmenso que mi alma pudo sentir.
Uno a veces suele criticar a sus abuelos. Por viejos, por enfermos, por sobreprotectores, por lo que sea. Yo jamás lo hice. Me hubiese mordido la lengua antes de decir algo malo de él. Era el mejor hombre del mundo, no había absolutamente nada que criticarle. Jamás me peleé con él, jamás le grité, jamás pensé que era hinchapelotas.
Cuando se enfermó, el mundo se me cayó, entero. Me hice la idea de que mi abuelo era Superman toda mi vida lo vi como un súper hombre capaz de parar un Scania solo con las manos. No era posible que caiga ante nada. Le escribí cartitas cada vez que estuvo internado, me deteriore a la par suya, me autodestruí a la par suya también.
Esa noche, quien sabe porque, decidí no dormir en casa. Quizás mi sexto sentido, que cada tanto me tira una soga, me hizo no estar en mi casa. Me gusta pensar que él, de alguna mágica manera, obró para no hacerme pasar por el momento en que mi abuela despertara y viese que él ya no respiraba. Fui a saludarlo, abrió los ojos. Me miró. Me preguntó, muy alarmado, que hacía yo ahí, en ese lugar (Mi mamá asegura que quizás él ya estaba en un plano intermedio entre el cielo y la tierra, y se asustó al verme ahí. Yo creo que él no quería que yo esté en el lugar – ni el día- donde él iba a morir. Quien sabe). Le expliqué que me iba a dormir a la casa de mi tía. Me agarró la mano y me miró.
Apreté su mano, muy fuerte, y le dije “Vos sabés cuanto te quiero, no?”.
Me sonrió, y me dijo “Yo también te quiero”. Le di un beso, cerró los ojos y me fui.
A las 4 am, me enteré que me había dejado. Para siempre.
Volví a casa, fui a la cama donde estaba, me abracé a su cuerpo y lloré hasta quedarme sin líquido en el cuerpo. Por única vez en mi vida, me olvidé de mis paranoias (Los muertos me dan impresión, siempre tengo la sensación de que, como en las películas, van a abrir los ojos y van a ser zombies devoradores de cerebros), me olvidé del mundo entero y le di, me di, nos dimos el abrazo que jamás volveríamos a tener.


Soñé con él una sola vez, a la semana de que se fue. Estaba como a 10 metros de distancia, con una sonrisa hermosa, enorme. Me saludaba con la manota esa gigante que tenía, bien alta.
El resto de mi familia si, lo soñó. Yo nunca más. Durante un tiempo me enojé con él, por no venir a verme de esa forma, me sentí dejada de lado, hasta que entendí que cuando tenés algo importante que decirle a alguien, buscas cualquier medio para comunicarte con esa persona. Si no tenés que decir absolutamente nada, te quedas a su lado, sin hablar. Y es así, nos dijimos todo lo que teníamos que decirnos, así que nos quedamos calladitos, uno al lado del otro. Yo sé que él está conmigo, y él sabe que estoy con él. No necesitamos nada más.
Puedo decir, con algo de orgullo, que dejé mi mundo adolescente de lado antes y después de que se vaya. Dejé de lado mis preocupaciones de ese entonces y pensé día y noche en él. Conozco gente que vivio puteando a sus abuelos, se interesó por pelotudeces durante la enfermedad de los mismos, y lloró por cosas menos importantes en el día de la muerte de estos. Yo jamás podría perdonarme hacer eso. No con el amor que le tuve, y tengo, a mi abuelo. Tanto, pero tanto amor, que mi hijo lleva su nombre (Se llama Leandro Manuel, le decimos Leandro, y si en algún momento de su futura adolescencia, decide que lo deben llamar Manuel, estaría más que feliz).
Honestamente, fue uno de esos hombres que jamás se olvidan. Mi abuela debe haber sido la mujer más feliz del mundo, seguramente.