En cualquier película de Hollywood, si un tipo te dice que
no puede ofrecerte más que ser tu “compañero sexual” (Como si pijas faltaran) y
la remata con un “Además, te quiero!”, le metés un cachetazo y le tirás sus porquerías
por la ventana.
Por supuesto que yo no vivo en Hollywood, ni esto es una película,
así que ni siquiera respondí ese mensaje, porque ni eso merece.
En cualquier película de Hollywood, el flaco debería estar tocándome
el timbre, con un ramo de flores, llorando, rogando mi perdón y declarándome su
amor (Amor, cariño, no soy pretenciosa). O un sms. O un llamado. O la ventanita
del chat de Facebook titilando, con un “Mirá, no soporto la idea de perderte,
quiero animarme. Perdoname por ser tan cagón, enseñame a no ser tan pelotudo”.
Yo me tomaría un taxi hasta la casa y suena algún tema híper meloso, mientras
los créditos corren.
Pero no, no sucedió. Porque yo no vivo en una película de
Hollywood. Y porque esas cosas a mi no me ocurren.
Y recién, mientras acariciaba a mi perro, mirando el
monitor, esperando el milagro, pensaba “Una vez más, puse fichas y perdí”. Y no
debería ser así. Yo no perdí, yo gané el no fumarme un lastre traumado. En todo
caso, el que perdió fue él.
Se perdió una mina que le hubiera dado alas para volar y
motivos para volver, porque ella también quiere eso.
Se perdió una mina que es feliz viendo una película en la
cama, sin necesidad de salir a gastar plata.
Se perdió una mina que con todo el amor del mundo cocina lo
que le pidan, cantando y sin preocuparse si se le llenan las manos de olor.
Se perdió una mina que jamás tolera que le ceben mate. Los
ceba ella o no se toman.
Se perdió música, se perdió mimos, se perdió risas, se perdió
todo.
Me perdió a mi.
Se perdió querer. Se perdió que lo quieran. Se perdió
aprender. Se perdió ser hombre. Se perdió ser adulto.
Me perdió a mi.